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Quiroga, Horacio
Los perseguidos
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§1 QUINCENALES
31
HORACIO QU1ROGA
Los Perseguidosp
TÍ
Dirección y
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AVESIDA
MONTES DE OCA 1700
Cíateos Quincenales de Letras y Ciencias
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Julio Herrera y Reissig :
I Los parques abandonados S 1 00 rn , u
II Los éxtasis de la montaña (en prensa) ,, 1.00 ,,
Caqcioiies para los r]iños, letra de Ernesto Mario Barreda
Música de Luisa S. de Barreda :
I La aguja 1.60 ^'n
II El tambor
El Convivio (de San José de Costa Rica).
Artículos, de José Vasconcellos
Poesías originales, de Fray Luis de León .
Sala de Retratos, de Enrique Diez Cañedo
Florilegio, poesía, de José Moreno Villa...
50 i»¡,
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,, 1.00 ,-
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rfi' vinoioo p¿¿ A.
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/ os Perseguidos es un cuento del género
en que sobresale el aulor: la /u's/oria
de un loco perseguido cuyo origen real co-
nozco, lo cual me da por cierto un papel
con nombre propio y todo en la interesan-
tísima narración.
Quiroga sien/e la locura, con profundidad
peculiar, dando fácilmente la impresión del
horror que bajo todas sus formas la carac-
teriza. Ello, sin perjuicio de una ligereza
narrativa que nunca deja convertirse en
tortura aplastadora y de consiguiente extra-
ña al arte, siendo padecimiento inútil, el
escalofrío del miedo.
Pues dentro de una sana estética, esas
impresiones depresivas, serán siempre meros
recursos: aguijones del interés cuyo objetivo
está en otra parte.
Una noche que estaba en casa de Leopoldo Lugones,
hace una infinidad de años, la lluvia arreció de tal
modo que nos levantamos a mirar a través de los vidrios.
El pampero silbaba en los hilos, sacudía el agua que em-
pañaba en rachas convulsivas la luz roja de los faroles.
Después de seis días de temporal, esa tarde el cielo
había despejado al sur en un límpido azul de frío. Y he
aquí que la lluvia volvía a prometernos otra semana de
mal tiempo.
Lugones tenía estufa, lo que halagaba enormemente
mi flaqueza invernal. Volvimos a sentarnos, prosiguiendo
una charla amena como es la que se establece sobre las
personas locas. Días anteriores Lugones había visitado un
manicomio; y las bizarrías de su gente, añadidas a las
que yo por mi parte había observado alguna vez, ofre-
cían materia de sobra para un confortante vis a vis de
hombres cuerdos.
Dada, pues, la noche, nos sorprendimos bastante cuan-
do la campanilla de la calle sonó. Momentos después
entraba Lucas Díaz Vélez.
Este individuo ha tenido una influencia nefasta sobre
una época de mi vida, y esa noche lo conocí. Según
costumbre, Lugones nos presentó por el apellido única-
mente, de modo que hasta algún tiempo después ignoré
su nombre.
4 Horacio Qdihoc \
Díaz era entonces mucho más delgado que ahora.
Su ropa negra, su color trigueño mate, su cara afilada y
sus grandes ojos negros daban a su tipo un aire no co-
mún. Los ojos, sobre todo, de fijeza atónita y brillo
arsenical, llamaban fuertemente la atención. Peinábase
en esa época al medio, y su pelo lacio, perfectamente
aplastado, parecía un casco luciente.
En los primeros momentos Vélez habló poco. Cruzóse
de piernas, respondiendo lo justamente preciso. En un
instante en que me volví a Lugones, alcancé a ver que
aquél me observaba. Sin duda en otro hubiera hallado
muy natural ese examen tras una presentación; pero la
inmóvil atención con que lo hacía me chocó.
Pronto dejamos de hablar. Nuestra situación no fué
muy grata, sobre todo para Vélez, pues debía suponer
que antes de que él llegara nosotros no practicaríamos
ese terrible mutismo. Él mismo rompió el silencio. Habló
a Lugones de cierta chancacas que un amigo le había
enviado de Salta, y cuya muestra hubo de traer esa no-
che. Parecía tratarse de una variedad repleta de agrado
en sí, y como Lugones se mostraba suficientemente in-
clinado a comprobarlo, Díaz Vélez prometióle enviar
modos para ello.
Roto el hielo, a los diez minutos volvieron nuestros
locos. Aunque sin perder una palabra de lo que oía.
Díaz se mantuvo aparte del ardiente tema. Por eso cuan-
do Lugones salió un momento, me extrañó su inesperado
interés. Contóme en un momento porción de anécdotas-
las mejillas animadas y los labios precisos de convicción.
Tenía por cierto a esas cosas mucho más amor del que
yo le había supuesto, y su última historia, contada con
honda viveza, me hizo ver que entendía a los locos con
una sutileza no común en el mundo.
Se trataba de un muchacho provinciano que al salir
Los Perseguidos 5
del marasmo de una tifoidea halló las calles pobladas de
enemigos. Pasó dos meses de persecución, llevando así
a cabo no pocos disparates. Como era muchacho de
cierta inteligencia, comentaba él mismo su caso con una
sutileza tal que era imposible saber qué pensar, oyén-
dolo. Daba la más perfecta idea de farsa; y ésta era la
opinión general al oirlo argumentar picarescamente sobre
su caso — todo esto con la vanidad característica de los
loco?. Pasó de este modo tres meses pavoneando sus
agudezas sicológicas, hasta que un día se mojó la cabeza
con el agua fresca de la cordura y modestia de las pro-
pias ideas.
—Ahora está bien — concluyó Vélez — pero le han
quedado algunas cosas muy típicas. Hace una semana,
por ejemplo, lo hallé en una farmacia; estaba recostado
de espaldas en el mostrador, esperando no sé qué. Pu-
símonos a charlar. De pronto un individuo entró sin que
lo Viéramos, y como no había ningún dependiente llamó
con los dedos en el mostrador. Bruscamente mi amigo se
volvió al intruso con una instantaneidad verdaderamente
animal, mirándolo fijamente en los ojos. Cualquiera se
hubiera también dado Vuelta, pero no con esa rapidez
de hombre que está siempre sobre aviso. Aunque no es
perseguido ya, ha guardado sin que él se dé cuenta un
fondo de miedo que explota a la menor idea de brusca
sorpresa. Después de mirar un rato sin mover un múscu-
lo, pestañea y aparta los ojos, distraído. Parece que hu-
biera conservado un oscuro recuerdo de algo terrible
que le pasó en otro tiempo y contra lo que no quiere
estar más desprevenido. Supóngase ahora el efecto que
le hará una súbita cogida del brazo, en la calle. Creo
que no se le irá nunca.
— Indudablemente el detalle es típico — apoyé. — Y
las sicologías desaparecieron también?
6 * Horacio Quiro<.a
Cosa extraña: Díaz se puso serio y me lanzó una
fría mirada hostil.
— ¿Se puede saber por qué me lo pregunta?
— ¡Porque hablábamos justamente de eso!— le respon-
dí sorprendido. Mas seguramente el hombre había visto
su ridiculez porque se disculpó en seguida efusivamente:
—Perdóneme. No sé qué cosa rara me pasó. A veces
he sentido así, como una fuga inesperada de cabe-
za. . . Cosas de loco — agregó riéndose y jugando con
la regla.
— Completamente de loco— bromeé.
—¡Y tanto! Sólo que por una ventura me queda un
resto de razón. Y ahora que recuerdo, aunque le pedí
perdón— y le pido de nuevo— no he respondido aún a su
pregunta. Mi amigo no sicologa más. Como ahora es
íntimamente cuerdo no siente como antes la perversidad
de denunciar su propia locura, forzando esa terrible
espada de dos filos que se llama raciocinio. . . ¿verdad?
Es bien claro.
—¡No mucho!— me permití dudar.
—Es posible— se rió en definitiva.— Otra cosa muy
de loco!— Me hizo una guiñada, y se apartó sonriente
de la mesa, sacudiendo la cabeza como quien calla así
muchas cosas que podrían decirse.
Lugones volvió y dejamos nuestro tema— ya agotado,
por otro lado. Durante el resto de la visita Díaz habló
poco, aunque se notaba claro la nerviosidad que le pro-
ducía a él mismo su hurañía. Al fin se fué. Posible-
mente trató de hacerme perder toda mala impresión con
su afectuosísima despedida, ofreciéndome su apellido y
su casa con un sostenido apretón de manos lleno de
cariño. Lugones bajó con él, porque su escalera ya os-
cura no despertaba fuertes deseos de arriesgarse solo
en su oblicuidad.
Los Perseguidos '
— ¿ Qué diablo de individuo es ése ? — le pregunté
cuando volvió. Lugones se encogió de hombros.
— Es un individuo terrible. No sé como esta noche
ha hablado diez palabras con Vd. Suele pasar una hora
entera sin hablar por su cuenta, y ya supondrá la gracia
que me hace cuando viene así. Por lo demás, viene
poco. Es muy inteligente en sus buenos momentos. Ya
lo habrá notado porque oí que conversaban.
—Sí, me contaba un caso curioso.
— i De qué ?
—De un amigo perseguido. Entiende como un demo-
nio de locuras.
—Ya lo creo, como que él también es perseguido.
Apenas oí esto un relámpago de lógica explicativa
iluminó lo oscuro que sentía en el otro. ¡ Indudable-
mente ! . . . Recordé sobre todo su aire fosco cuando le
pregunté si no sicologaba más... El buen loco había
creído que yo lo adivinaba y me insinuaba en su fuero
interno. . .
— ¡Claro!— me reí.— ¡ Ahora me doy cuenta! Pero
es endiabladamente sutil su Díaz Vélez !— Y le conté el
lazo que me había tendido para divertirse a mis expen-
sas : la ficción de un amigo perseguido, sus comentarios.
Pero apenas en el comienzo Lugones me cortó :
—No hay tal; eso ha pasado efectivamente. Sólo que
el amigo es él mismo. Le ha dicho en un todo la ver-
dad ; tuvo una tifoidea, quedó mal, curó hasta por ahí, y ya
va que es bastante problemática su cordura. También es
muy posible que lo del mostrador sea verdad, pero ha-
biéndole pasado a él mismo. Interesante el individuo, eh?
— ¡ De sobra !— le respondí, mientras jugaba con el
cenicero.
Horacio Qiiroga
Salí tarde. El tiempo se componía al fin, y sin que
el cielo se viera, el pecho libre lo sentía más alto. No
llovía más. El viento fuerte y seco rizaba el agua de las
veredas y obligaba a inclinar el busto en las bocacalles.
Llegué a Santa Fe y esperé un rato el tranvía, sacu-
diendo los pies. Aburrido, decidíme a caminar ; apresuré
el paso, encerré estrictamente las manos en los bolsi-
llos, y entonces pensé bien en Díaz Vélez.
Lo que más recordaba de él era la mirada con que
me observó al principio. No se la podía llamar inteli-
gente, reservando esta cualidad a las que buscan en la
mirada nueva, correspondencia -pequeña o grande- a
la personal cultura, y habituales en las personas de
cierta elevación. En estas miradas hay siempre un cam-
bio de espíritus: profundizar hasta dónde llega la per-
sona que se acaba de conocer, pero entregando franca-
mente al examen extranjero parte de la propia alma.
Díaz no me miraba así ; me miraba a mí únicamente.
No pensaba qué era ni qué podía ser yo, ni había en
su mirada el más remoto destello de curiosidad sicoló-
gica. Me observaba, nada más, como se observa sin pes-
tañar la actitud equívoca de un felino.
Después de lo que me contara Lugones, no me extra-
ñaba ya esa objetividad de mirada de loco. En pos de
so examen, satisfecho seguramente se había reído de
mí con el espantapájaro de su propia locura. Pero su
afán de delatarse a escondidas tenía menos por objeto
burlarse de mí que divertirse a sí mismo. Yo era sim-
plemente un pretexto para el razonamiento y sobre todo
un punto de confrontación : cuanto más admirase yo la
endemoniada perversidad del loco que me describía,
tanto más rápidos debían ser sus fruitivos restregones
Los Pbksbguioos 9
de manos. Faltó para su dicha completa que yo le hu-
biera preguntado:— « ¿Pero no teme su amigo que lo des-
cubran al delatarse así ? Ahora que sabía yo en realidad
quién era el perseguido, me prometía provocarle esa
felicidad violenta, y esto es lo que iba pensando mientras
caminaba.
Pasaron sin embargo quince días sin que volviera a
Verlo. Supe por Lugones que había vuelto a su casa,
llevándole las confituras— buen regalo para él.
—Me trajo también algunas para Vd. Como Díaz no sa-
bía donde vive — creo que Vd. no le dio su dirección— las
dejó en casa. Vaya por allá.
—Un día de éstos. ¿Está acá todavía?
-¿Díaz Vélez?
-Sí.
—Sí, supongo que sí; no me ha hablado una pala-
bra de irse.
En la primera noche de lluvia fui a lo de Lugones,
seguro de hallar al otro. Por más que yo comprendiera
como nadie que esa lógica de pensar encontrarlo fusta-
mente en una noche de lluvia era propia de perro o de
loco, la sugestión de las coincidencias absurdas regirá
siempre los casos en que el razonamiento no sabe ya qué
hacer.
Lugones se rió de mi empeño en ver a Díaz Vélez.
— ¡Tenga cuidado! L-js perseguidos comienzan adoran-
do a sus futuras víctimas. Él se acordó muy bien de Vd.
— No es nada. Cuando lo vea me va a tocar a mí
divertirme.
10 Horacio Qhtroca
Pero no hallaba a Díaz Vélez. Hasta que un medio
día, en el momento en que iba a cruzar la calle, lo vi
en Artes. Caminaba hacia el norte, mirando de paso
todas las vidrieras, sin dejar pasar una, como quien va
pensando preocupado en otra cosa. Cuando lo distinguí
yo había sacado ya el pie de la vereda. Quise contener-
me, pero no pude y descendí a la calle, casi con un tras-
pié. Me di vuelta y miré el borde de la vereda, aunque
estaba bien seguro de que no había nada. Un coche de
plaza guiado por un negro con saco de lustrina pasó tan
cerca de mí que el cubo de la rueda trasera me rozó
el pantalón. Detúveme de nuevo, seguí con los ojos las
patas de los caballos, hasta que un automóvil me obligó
a saltar.
Todo esto duró diez segundos, mientras Díaz conti-
nuaba alejándose, y tuve que forzar el paso. Cuando lo
sentí a mi certísimo alcance todas mis inquietudes se fue.
ron para dar lugar a una gran satisfacción de mí mismo.
Sentíame en hondo equilibrio. Tenía todos los nervios
conscientes y tenaces. Cerraba y abría los dedos en
toda su extensión, feliz. Cuatro o cinco veces en un minuto
llevé la mano al reloj, no acordándome de que se me
había roto.
Díaz Vélez continuaba caminando y pronto estuve a
dos pasos detrás de él. Uno más y lo podía tocar. Pero
al verlo así sin darse ni remotamente cuenta de mi
inmediación, a pesar de su delirio de persecución y sico-
logías, regulé mi paso exactamente con el suyo. ¡ Perse-
guido! ¡Muy bien!... Me fijaba detalladamente en su
cabeza, sus codos, sus puños un poco de fuera, las arru*
gas transversales del pantalón en las corvas, los tacos,
ocultos y visibles sucesivamente. Tenía la sensación verti-
Los Perseguidos 11
ginosa de que antes, millones de años antes, yo había
hecho ya eso: encontrar a Díaz Vélezen la calle, seguirlo,
alcanzarlo — y una Vez esto seguir detrás de él — detrás.
Irradiaba de mí la satisfacción de diez vidas enteras que
no hubieran podido nunca realizar su deseo. ¿ Para qué to-
carlo? De pronto se me ocurrió que podría darse vuelta,
y la angustia me apretó instantáneamente la garganta.
Pensé que con la laringe así oprimida no se puede gritar,
y mi miedo único, espantablemente único, fué no poder
gritar cuando se Volviera, como si el fin de mi existen-
cia debiera haber sido avanzar precipitadamente sobre él,
abrirle las mandíbulas y gritarle desaforadamente en ple-
na boca— contándole de paso todas las muelas.
Tuve un momento de angustia tal que me olvidé de
ser él todo lo que veía: los brazos de Díaz Vélez, las
piernas de Díaz Vélez, los pelos de Díaz Vélez, la cinta
del sombrero de Díaz Vélez, la trama de la cinta del
sombrero de Díaz Vélez, la urdimbre de la urdimbre de
Díaz Vélez. . .
Esta seguridad de que a pesar de mi terror no me
había olvidado un momento de él, me serenó del todo.
Un momento después tuve loca tentación de tocarlo
sin que él sintiera ; y en seguida, lleno de la más grande
felicidad que puede caber en un acto que es creación
intrínseca de uno mismo, le toqué el saco con exquisita
suavidad, justamente en el borde inferior— ni más ni
menos. Lo toqué y hundí en el bolsillo el puño cerrado.
Estoy seguro de que más de diez personas me vieron.
Me fijé en tres: Una pasaba por la vereda de enfrente
en dirección contraria a la nuestra, y continuó su camino
dándose vuelta a cada momento con divertida extrañeza.
Llevaba una valija en la mano, que giraba de punta hacia
mí cada vez que el otro se Volvía.
La o tra era un revisador de tranvía que estaba
12 Horacio Qihrócí
parado en el borde de la Vereda, las piernas bastante
separadas. Por la expresión de su cara comprendí que
antes de que yo hiciera eso ya nos había observado. No
manifestó la mayor extrañeza ni cambió de postura ni
movió la cabeza, siguiéndonos, eso sí, con los ojos.
Supuse que era un viejo empleado que había aprendido
a ver únicamente lo que le convenía.
El otro sujeto era un individuo grueso, de magnífico
porte, barba catalana y lentes de oro. Debía haber sido
antes dueño de una casa mayorista. El hombre pasaba en
ese instante a nuestro lado y me vio hacer. Tuve la seguri-
dad de que se había detenido. Efectivamente, cuando llega-
mos a la esquina díme vuelta y lo vi inmóvil aún, mirán-
dome con una de esas extrañezas de hombre honrado,
trabajador y enriquecido que obligan a echar un poco la
cabeza atrás con el ceño arrugado. El individuo me en-
cantó. Dos pasos más adelante volví el rostro y me reí en
su cara. Vi que contraía más el ceño y se erguía digna-
mente como si dudara de ser el aludido. Hícele un ade-
mán de vago disparate que acabó por desorientarlo.
Seguí de nuevo, atento únicamente a Díaz Vélez. Ya
habíamos pasado Cuyo, Corrientes, Lavalle, Tucumán
y Viamonte. La historia del saco y los tres mirones ha-
bía sido entre estas dos últimas. Tres minutos después
llegábamos a Charcas y allí se detuvo Díaz. Miró hacia
Suipacha, columbró una silueta detrás de él y se volvió
de golpe. Recuerdo perfectamente este detalle: durante
medio segundo detuvo la mirada en un botón de mi chaleco,
una mirada rapidísima, preocupada y vaga al mismo tiempo,
como quien fija de golpe la vista en cualquier cosa, a punto
de acordarse de algo. En seguida me miró a los ojos.
—¡Oh, cómo le va! — me apretó la mano, soltándomela
velozmente.— No había tenido el gusto de Verlo después
de aquella noche... ¿Venía por Artes?
LOS PlíKSl-i.l IIMis 13
—Sí, doblé en Viamonte y me apuré para alcanzarlo.
También tenía deseos de verlo.
—Yo también. ¿No ha vuelto por lo de Lugones?
—Sí, y gracias por las chancacas; muy ricas.
Nos callamos, mirándonos.
— ¿Cómo le va?— rompí sonriendo, expresándole en
la pregunta más certeza de cariño que deseos de saber
en realidad cómo se hallaba.
—Muy bien— me respondió en igual tono. Y nos son-
reímos de nuevo.
Desde que comenzáramos a hablar yo había perdido
los turbios centelleos de alegría anteriores. Estaba tran-
quilo otra vez; eso sí, lleno de ternura con Díaz Vélez.
Creo que nunca he mirado a nadie con más agrado que
a él en esa ocasión.
—¿Esperaba el tranvía?
—Sí— afirmó mirando la hora.— Al bajar la cabeza al
reloj, vi rápidamente que la punta de la nariz le llegaba
al borde del labio superior. Irradióme desde el corazón
un ardiente cariño por Díaz.
—¿No quiere que tomemos café? Hace un sol mara-
villoso... Suponiendo que haya comido ya y no tenga
urgencia . .
—Sí, no; ninguna — contestóme con Voz distraída,
siguiendo con la vista un solo riel de la vía.
Volvimos. Posiblemente no me acompañó con deci-
dida buena voluntad. Yo lo deseaba muchísimo más
alegre y sutil— sobre todo esto último. Sin embargo, mi
efusiva ternura por él dio tal animación a mi voz que a
las tres cuadras Díaz cambió. Hasta entonces no había
hecho más que extender el bigote derecho con la mano
izquierda, asintiendo sin mirarme. 'De ahí en adelante
echó las manos atrás. Al llegar a Corrientes — no sé qué
endiablada cosa le dije— se sonrió de un modo imper-
14 Horacio Quiroga
ceptible, siguió alternativamente un rato la punta de mis
zapatos y me lanzó a los ojos una fugitiva mirada de
soslayo.
— ¡Hum!... ya empieza— pensé. Y mis ideas en per-
fecta fila hasta ese momento, comenzaron a cambiar de
posición y entrechocarse vertiginosamente. Hice un
esfuerzo para rehacerme y me acordé súbitamente de
un gato plomo, sentado inmóvil en una silla, que yo había
visto cuando tenía cinco años. ¿Por q ue ese gato?. . . Silbé
y callé de golpe. De pronto sonéme las narices y tras el
pañuelo me reí sigilosamente. Como había bajado la
cabeza y el pañuelo era grande, no se me veía más que
los ojos. Y con ellos atisbé a Díaz Vélez, tan seguro de
que no me vería, que tuve la tentación fulminante de
escupirme precipitadamente tres veces en la mano y
soltar la carcajada, para hacer una cosa de loco.
Ya estábamos en La Brasileña. Nos sentamos en la
diminuta mesa, uno enfrente de otro, las rodillas tocando
casi. El fondo verde nilo del café daba en la cuasi
penumbra una sensación de húmeda y luciente frescura
que obligaba a mirar con atención las paredes por ver
si estaban mojadas.
Díaz se volvió al mozo recostado de espaldas y el
paño en las manos cruzadas, y adoptó en definitiva una
postura cómoda.
Pasamos un rato sin hablar, pero las moscas de la
excitación me corrían sin cesar por el cerebro. Aunque
estaba serio, a cada instante cruzábame por la boca una
sonrisa convulsiva. Mordíame los labios, esforzándome-
corno cuando estamos tentados— por tomar una expresión
natural que rompía en seguida el tic desbordante. Todas
Los Pkrskguioos 15
mis ideas se precipitaban superponiéndose unas sobre
otras con Velocidad inaudita y terrible expansión recti-
línea; cada una era un impulso incontenible de provocar
situaciones ridiculas y sobre todo inesperadas; ganas
locas de ir hasta el fin de cada una, cortarla de repente
seguir esta otra, hundir los dos dedos rectos en los dos
ojos separados de Díaz Vélez, dar porque sí un grito
enorme tirándome el pelo; y todo por hacer algo absurdo, —
y en especial a Díaz Vélez. Dos o tres veces lo miré
fugazmente y bajé la vista. Debía de tener la cara
encendida porque la sentía ardiendo.
Todo esto pasaba mientras el mozo acudía con su
bandeja, servía el café y se iba, no sin antes echar
a la calle una mirada distraída. Díaz continuaba desga-
nado, lo que me hacía creer que cuando lo detuve en
Charcas pensaba en cosa muy distinta que en acompañar
a un loco como yo. . .
¡Eso es! Acababa de dar con la causa de mi desaso-
siego: Díaz Vélez, loco maldito y perseguido, sabía per-
fectamente que lo que yo estaba haciendo era obra suya.
«Estoy seguro de que mi amigo— se habría dicho— va a
tener la pueril idea de querer espantarme cuando nos
veamos. Si me llega a encontrar fingirá impulsos, sico-
logías, persecuciones; me seguirá por la calle haciendo
muecas, me llevará después a cualquier parte, a tomar
café» . . .
— ¡Se equivoca com-ple-ta-men-te!— le dije, poniendo
los codos sobre la mesa y la cara entre las manos. Lo
miraba sonriendo, sin duda, pero sin apartar mis pupilas
de las suyas.
Díaz me miró sorprendido de verme salir con esa
frase inesperada.
—¿Qué cosa?
—Nada, esto no más: ¡se equivoca com-ple-ta-men-te.'
10 HOKACIO Ql'JKOGA
— ¡Pero a qué diablos se refiere! Es posible que me
equivoque, pero no sé... ¡Es muy posible que me equi-
voque, no hay duda!
— No se trata de que haya duda o que no sepa: lo
que le digo es esto, y voy a repetirlo claro para que se
dé bien cuenta: ¡se e-qui-vo-ca com-ple-ta-men-te!
Esta vez Díaz me miró con atenta y jovial atención y
se echó a reir, apartando la Vista.
—¡Bueno, convengamos!
— Hace bien en convenir porque es así — insistí, siem-
pre la cara entre las manos.
— Creo lo mismo— se rió de nuevo.
Pero yo estaba seguro de que el maldito individuo
sabía muy bien qué le quería decir con eso. Cuanto más
fijaba la vista en él, más se entrechocaban hasta el vér-
tigo mis ideas.
— Dí-az-Vé-lez. . .—articulé lentamente, sin arrancar
un instante mis ojos de sus pupilas. Díaz no se Volvió a
mí, comprendiendo que no le llamaba.
—Dí-az-Vé-lez— repetí con la misma imprecisión extra-
ña a toda curiosidad, como si una tercera persona invisible
y sentada con nosotros hubiera deletreado.su nombre.
Díaz pareció no haber oído. Y de pronto se Volvió
francamente; las manos le temblaban un poco.
—Vea! -me dijo con decidida sonrisa.— Sería bueno
que suspendiéramos por hoy nuestra entrevista... Usted
está mal, y yo voy a concluir por ponerme como usted.
Pero antes es útil que hablemos claramente, porque si no
no nos entenderemos nunca. En dos palabras: usted y
Lugones y todos me creen perseguido. ¿Es cierto o no?
Seguía mirándome en los ojos, sin abandonar su son-
risa de amigo franco que quiere dilucidar para siempre
malentendidos. Yo había esperado muchas cosas, menos
ese valor. Díaz me echaba, con eso sólo, todo su juego
Los Pbsscgi idos 17
descubierto sobre la mesa, frente a frente, sin perdernos
un gesto. Sabía que yo sabía que quería jugar conmigo
otra vez, como la primera noche en lo de Lugones y,
sin embargo, se arriesgaba a provocarme.
De golpe me serené; ya no se trataba de dejar correr
las moscas subrepticiamente por el propio cerebro por
ver qué harían, sino acallar el enjambre personal para
oír atentamente el zumbido de las moscas ajenas.
—Tal vez,— le respondí de un modo Vago cuando
concluyó.
— Usted creía que yo era perseguido, ¿no es cierto?
—Creía.
— ¿Y que cierta historia de un amigo loco que le conté
en lo de Lugones, era para burlarme de usted?
-Sí.
—Perdóneme que siga- ¿Lugones le dijo algo de mí?
—Me dijo.
—¿Qué era perseguido?
-Sí,
—Y usted cree mucho más que antes que soy perse-
guido. ¿Verdad?
—¡Exactamente!
Los dos nos echamos a reir, apartando al mismo tiem-
po la vista. Díaz llevó la taza a la boca, pero a medio
camino notó que estaba ya vacía y la dejó. Tenía los
ojos más brillantes que de costumbre y fuertes ojeras —
no de hombre, sino difusas y moradas de mujer.
—Bueno, bueno, — sacudió la cabeza cordialmente.—
Es difícil que no crea eso. Es posible, tan posible como
esto que le Voy a decir, óigame bien: Yo puedo o no
ser perseguido; pero lo que es indudable es cue el em-
peño suyo es hacerme ver que usted también lo es, tendrá
por consecuencia que usted, en su afán de estudiarme,
acabará por convertirse en perseguido real, y yo enton-
18 Horacio Quiroga
ees me ocuparé en hacerle muecas cuando no me vea,
como usted ha hecho conmigo seis cuadras seguidas,
hace media hora ... Y esto también es cierto: los dos
nos vemos bien; usted sabe que yo —perseguido real
e inteligente, — soy capaz de fingir una maravillosa nor-
malidad; y yo sé que usted — perseguido larvado — es
capaz de simular perfectos miedos. ¿Acierto?
—Sí, es posible haya algo de eso.
—¿Algo? No, todo.
Volvimos a reimos, apartando enseguida la vista. De
pronto puso los dos codos sobre la mesa y la cara entre
las manos, como yo un rato antes.
— ¿Y si yo efectivamente creyera que usted me
persigue?
Vi sus ojos de arsénico fijos en los míos. Entre nues-
tras dos miradas no había nada, nada más que esa pre-
gunta perversa que lo vendía en un desmayo de su astucia.
¿Pensó él preguntarme eso? No; pero su delirio estaba
sobradamente avanzado para no sufrir esa tentación. Se
sonreía, con su pregunta sutil; pero el loco, el loco ver-
dadero se le había escapado y yo lo veía en sus ojos,
atisbándome.
Me encogí desenfadadamente de hombros, y como quien
extiende al azar la mano sobre la mesa cuando va a
cambiar de postura, cogí disimuladamente la azucarera.
Apenas lo hice, tuve vergüenza y la dejé. Díaz vio toda
la maniobra sin bajar los ojos.
—Sin embargo, tuvo miedo — se sonrió.
—No — le respondí alegremente, acercando más la
silla— Fué una farsa, como la que podía hacer cualquier
amigo mío con el cual nos viéramos claro.
Yo sabía bien que él no hacía farsa alguna, y que a
través de sus ojos inteligentes desarrollando su juego
sutil, el loco asesino continuaba agazapado, como un
Los Perseguidos 19
animal sombrío y recogido que envía a la descubierta a
los cachorros de la disimulación. Poco a poco la bestia
se fué retrayendo, y en sus ojos comenzó a brillar la ágil
cordura. Tornó a ser dueño de sí, apartóse bien el pelo
luciente y se rió por última vez levantándose.
Ya eran las dos. Caminamos hasta Charcas hablando
de todo, en un común y tácito acuerdo de entretener la
conversación con cosas bien naturales, a modo del diá-
logo cortado y distraído que sostiene en el tranvía un
viejo matrimonio.
Como siempre en esos casos, una Vez detenidos
ninguno habló nada durante algunos segundos, y también
como siempre lo primero que se dijo nada tenía que ver
con nuestra despedida.
— Malo, el asfalto— insinué con 'un avance del mentón.
—Sí, jamás está bien— respondió en igual tono.—
¿ Hasta cuándo ?
—Pronto. ¿No va a lo de Lugones?
—Quién sabe... Dígame: ¿dónde diablos vive Vd?
No me acuerdo.
— Le di mi dirección.
-¿Piensa ir?
—Cualquier día. . .
Al apretarnos la mano, no pudimos menos de mirar-
nos en los ojos y nos echamos a reír al mismo tiempo,
por centésima vez en dos horas.
—Adiós, hasta siempre'
A los pocos metros pisé con fuerza dos o tres pasos
seguidos y Volví la cabeza; Díaz se había vuelto tam-
bién. Cambiamos un último saludo, él con la mano
izquierda, yo con la derecha, y apuramos el paso al
mismo tiempo.
¡Loco, maldito loco! Tenía clavada en los ojos su mi-
rada en el café: yo había visto bien, había visto tras el
20 Horacio Qtiroca
farsante que me argüía, al loco bruto y desconfiado! Y
me había visto detrás de él por las vidrieras! Sentía otra
vez ansia profunda de provocarlo, hacerle Ver claro que
él comenzaba ya, que desconfiaba de mí, que cifalquier
día iba a querer a hacerme esto . .
Estaba solo en mi cuarto. Era tarde ya y la casa
dormía; no se sentía en ella el menor ruido. Esta sen-
sación de aislamiento fué tan nítida que inconsciente-
mente levanté la vista y miré a los costados. El gas
incandescente iluminaba en fría paz las paredes. Miré el
pico y constaté que no sufría las leves explosiones de
costumbre. Todo estaba en pleno silencio.
Sabido es que basta repetirse en voz alta cinco o
siete veces una palabra para perderle todo sentido y
verla convertida en un vocablo nuevo y absolutamente
incomprensible. Eso me pasó. Yo estaba solo, solo, so-
lo. .. ¿Qué quiere decir solo? Y al levantar los ojos a la
pieza vi un hombre asomado apenas a la puerta, que
me miraba.
Dejé un instante de respirar. Yo conocía eso ya, y
sabía que tras ese comienzo no está lejos el erizamien-
to del pelo. Bajé la vista prosiguiendo mi carta, pero vi
de reojo que el hombre acababa de asomarse otra vez.
¡No era nada, nada! lo sabía bien. Pero no pude conte-
nerme y miré bruscamente. Había mirado: luego estaba
perdido.
Y todo era obra de Díaz; me había sobreexcitado
con sus estúpidas persecuciones y lo estaba pagando.
Simulé olvidarme y continué escribiendo; pero el hom-
bre estaba allí. Desde ese instante, del silencio alum-
brado* de todo el espacio que quedaba tras mis espaldas,
Los Perseguidos -1
surgió la aniquilante angustia del 'nombre que en una
casa sola no se siente solo. Y no era esto únicamente:
parados detrás de mí había seres. Mi carta seguía y los
ojos continuaban asomados apenas en la puerta y los
seres me tocaban casi. Poco a poco el hondo pavor que
trataba de contener me erizó el pelo, y levantándome
con toda la naturalidad de que se es capaz en estos
casos, fui a la puerta y la abrí de par en par. Pero
yo sé a costa de qué esfuerzo pude hacerlo sin apre-
surarme.
No pretendí volver a escribir. ¡Díaz Vélez! No había
otro motivo para que mis nervios estuvieran así. Pero
estaba también completamente seguro de que una por
una, dos por dos, me iba a pagar todas las gracias de
esa tarde.
La puerta de la calle estaba abierta aún y oí la ani-
mación de la gente que salía del teatro. — Habrá ido a
alguno — pensé. — Y como debe tomar el tranvía de
Charcas, es posible pase por aquí... Y si se le ocurre
fastidiarme con sus farsas ridiculas, simulando sentirse
ya perseguido y sabiendo que yo voy a creer justamente
c-ue comienza a estarlo...
Golpearon a la puerta.
¡Él! Di un salto adentro y cerré la llave del gas.
Quédeme quieto, conteniendo la respiración. Esperaba
con la angustia a flor de epidermis un segundo golpe.
Llamaron de nuevo. Y luego, al rato, sus pasos avan-
zaron por el patio. Se detuvieron en mi puerta y el in-
truso quedó inmóvil ante la obscuridad. No había nadie,
eso no tenía duda. Y de pronto me llamó. ¡Maldito sea!
¡Sabía que yo lo oía, que había apagado la luz al sen-
tirlo y que estaba junto a la mesa sin moverme! ¡Sabía
que yo estaba pensando justamente esto y que esperaba
como una pesadilla oírme llamar de nuevo!
22 Horacio Quiroo.v
Y me llamó por segunda vez. Y luego, después de
una pausa larga:
— 1 Horacio!
¡Maldición!... ¿Qué tenía que ver mi nombre con
esto? ¿Con qué derecho me llamaba por el nombre, él
que a pesar de su infamia torturante no entraba porque
tenía miedo! «Sabe que lo pienso en este momento, está
convencido de ello, pero ya tiene el delirio y no va a
entrar!»
Y no entró. Quedó un instante más sin moverse del
umbral y se volvió al zaguán. Rápidamente dejé la mesa,
acerquéme en puntas de pie a la puerta y asomé la ca-
beza. «Sabe que voy a hacer esto». Siguió sin embargo
con paso tranquilo y desapareció.
A raíz de lo que me acababa de pasar, aprecié en
todo su valor el esfuerzo sobrehumano que suponía en
el perseguido no haberse dado vuelta, sabiendo qne tras
sus espaldas yo lo devoraba con los ojos.
Una semana más tarde recibía esta carta:
Mi estimado Quiroga:
Hace cuatro días que no salgo, con un fuerte
resfrío. Si no teme el contagio, me daría un gran gusto
viniendo a charlar un rato conmigo.
Suyo affmo.
L Día? Vélez.
Los Pbhseguidos 25
La carta llegóme a las dos de la tarde. Como hacía
frío y pensaba salir a caminar, fui con rápido paso a lo
de Lugones.
—Qué hace a estas horas?— me preguntó.
—Nada, Díaz Vélez le manda recuerdos.
—Todavía Vd, con su Díaz Vélez? — se rió.
—Todavía. Acabo de recibir una tarjeta suya. Parece
que ya hace cuatro días que no sale.
Para nosotros fue evidente que ése era el principio
del fin, y en cinco minutos de especulación a su respecto
hicímosle hacer a Díaz un millón de cosas absurdas.
Pero como yo no conté a Lugones mi agitado día con
aquél, pronto estuvo agotado el interés y me fui.
Por el mismo motivo Lugones no comprendió poco ni
mucho mi visita de esa tarde. Ir hasta su casa expre-
samente a comunicarle que Díaz le ofrecía mí s chan-
cacas, era impensable; mas como yo me había ido en
seguida, el hombre debió pensar cualquier cosa, menos
lo que había en realidad dentro de todo eso.
A las ocho golpeaba en lo de Díaz Vélez. Di mi
nombre a la sirvienta y momentos después aparecía una
señora vieja de evidente sencillez provinciana — cabello
liso y bata negra con interminable fila de botones
forrados.
—¿Desea ver a Lucas? — me preguntó observándome
con desconfianza.
—Sí, señora.
—Está un poco enfermo; no sé si podrá recibirlo.
Objétele que, no obstante, había recibido una tarjeta
suya. La vieja dama me observó otra vez.
—Tenga la bondad de esperar un momento.
Volvió y me condujo a mi amigo. Díaz estaba en
cama, sentado y con saco sobre la camiseta. Me presentó
a la señora, y ésta a mí.
!¿l HOH \< lu QlIlKOCA
—Mi tía
Cuando se retiró:
—Creí que vivía solo — le dije.
— Antes, sí; paro desde hace dos mases vivo con ella.
Arrime el sillón.
Ahora bien, desde que lo vi confírmeme en lo que
ya habíamos previsto con el otro: no tenía absolutamente
ningún refrío.
—¿Bronquitis? ...
—Sí, cualquier cosa de esas . .
Cóservé rápidamente en torno. La pieza se parecía
a todas como un cuarto blanqueado a otro. También él
tenía gas incaniescente. Miré con curiosidad el pico, pero
el suyo silbaba, siendo así que el mío explotaba. Por lo
demás, bello silencio en la casa.
Cuando bajé los ojos a él, me miraba. Hacía segurar
mente cinco segundos que me estaba mirando. Detuve
inmóvil mi vista en la suya y desde la raíz de la médula
me subió un tentacular escalofrío: ¡Pero ya estaba loco!
[El perseguido vivía ya por su cuenta a flor de ojo! ¡En
su mirada no había nada, nada fuera de su fijeza asesina!
—Va a saltar— me dije angustiado. Pero la obstina-
ción cesó de pronto, y tras una rápida ojeada al techo
Díaz recobró su expresión habitual. Miróme sonriendo
y bajó la vista.
—¿Por qué no nía respondió la otra noche en su
cuarto ? — rompió.
—No sé . . .
— ¿ Crea que no entré de miedo ?
— Algo de eso. . .
—¿Pero cree que no estoy enfermo?
— No. . . ¿Por qué?
Levantó el brazo y lo dejó caer perezosamente sobre
la colcha.
Los Perseguidos 25
— Hace un rato yo lo miraba. . .
— ¡ Dejemos ! . . . ¿ quiere ? . . .
—Se me había escapado ya el loco, ¿verdad?. .
— ¡ Dejemos, Díaz, dejemos !. . .
Tenía un nudo en la garganta. Cada palabra suya me
hacía el efecto de un empujón más a un abismo inmi-
nente.
¡Si sigue, explota! ¡No Va a poder contenerlo! Y en-
tonces me di clara cuenta de que habíamos tenido razón :
¡Se había metido en cama de miedo ! Lo miré y me
estremecí violentamente: ¡ya estaba otra vez! ¡El asesino
había remontado vivo a sus ojos fijos en mí ! Pero como
en la vez anterior, éstos, tras nueva ojeada al techo,
volvieron a la luz normal.
— Lo cierto es que hace un silencio endiablado aquí—
me dijo.
Pasó un momento.
— ¿ A Vd. le gusta el silencio ?
— Absolutamente.
—Es una entidad nefasta. Da en seguida la sensación
de que hay cosas que están pensando demasiado en
uno... Le planteo un problema.
—Veamos.
Los ojos le brillaban de perversa inteligencia como
en otra ocasión.
—Esto : Supóngase que Vd. está como yo, acostado,
solo desde hace cuatro días, y que Vd.— es decir, yo, no
he pensado en Vd. Supóngase que oiga claro una voz,
ni suya ni mía, una voz clara, en cualquier parte, detrás
del ropero, en el techo— ahí en el techo por ejemplo-
llamándole. Y que lo insultan...
No continuó; quedó con los ojos fijos en el techo,
demudóse completamente de odio y gritó:
— ¡Qué hay! ¡qué hay!
26 Horacio Qi ikoca
En el fondo de mi sacudida recordé instantáneamente
sus miradas anteriores: ¡él oía en el techo la voz que lo
insultaba, pero el que lo perseguía era yo! Quedábale
aún suficiente discernimiento para no ligar las dos cosas,
sin duda. . .
Tras su congestión, Díaz se había puesto espantosa-
mente pálido. Arrancóse al fin al techo y permaneció un
rato inmóvil, la expresión vaga y la respiración agitada.
No podía estar más allí; eché una ojeada al velador
y vi el cajón entreabierto.
—«En cuanto me levante- pensé con angustia— me
Va a matar de un tiro». Pero a pesar de todo esto me
puse de pie, acercándome para despedirme. Díaz, con
una brusca sacudida, se volvió a mí. Durante el tiempo
que empleé en llegar a su lado su respiración suspen-
dióse y sus ojos clavados en los míos adquirieron toda
la expresión de los de un animal acorralado que ve
llegar hasta él la escopeta en mira.
- Que se mejore, Díaz. . .
No me atreví a extender la mano; mas la Razón es
cosa tan violenta como la Locura, y cuesta horriblemente
perderla. Volvió en sí y me la dio él mismo.
—Venga mañana, hoy estoy mal...
—Yo creo. . .
—No, no, venga; ¡venga!— concluyó con imperativa
angustia.
Salí sin Ver a nadie, sintiendo, al hallarme libre y
recordar el horror de aquel hombre inteligentísimo pe-
leando con el techo, que quedaba curado para siempre
de gracias sicológicas.
Al día siguiente, a las ocho de la noche, un muchacho
me entregó esta tarjeta:
Los Perseguidos 27
Señor: Lucas insiste mucho en ver a Vd. Si no le
fuera molesto le agradecería pasara hoy por esta su
casa. — Lo saluda atte.
Dcolinda D. V. de Roldan.
Yo había tenido un día agitado. No podía pensar en
Díaz sin verlo de nuevo gritando contra el techo, en
aquella horrible pérdida de toda conciencia razonable.
Tenía los nervios tan tirantes que el brusco silbido de
una locomotora los hubiera roto.
Fui, sin embargo; pero mientras caminaba el menor
ruido me sacudía dolorosamente. Y así, cuando al doblar
la esquina vi un grupo delante át la puerta de Díaz
Vélez, mis piernas se aflojaron— no de miedo concreto
a algo, sino a las coincidencias, a las cosas previstas, a
los cataclismos de lógica.
Oí un rumor de espanto allí:
—¡Ya viene, ya viene!— Y todos se desbandaron hasta
el medio de la calle. «¡Ya está, está loco!»— me dije, con
angustia de lo que podía haber pasado. Corrí y en un
momento estuve en la puerta.
Díaz vivía en Arenales entre Billinghurst y Coronel.
La casa tenía un hondo patio lleno de plantas. Como
en él no había luz y sí en el zaguán, más allá de éste
eran profundas tinieblas.
¿Qué pasa?— pregunté. Varios me respondieron.
—El mozo que vive ahí está loco.
—Anda por el patio...
—Anda desnudo. . .
— Sale corriendo. . .
Ansiaba saber de su tía.
—Ahí está.
M.3 Volví, y contra la ventana estaba llorando la
pobre dama. Al verme redobló el llanto.
—¡Lucas!... se ha enloquecido!
28 Horacio Quiroga
-¿Cuándo?. . .
—Hace un rato... Salió corriendo de su cuarto...
poco después de haberle mandado...
Sentí que me hablaban.
—¡Oiga, oiga!
Del fondo negro nos llegó un lamentable alarido.
— Grita así, a cada momento...
—¡Ahí viene, ahí viene!— clamaron todos, huyendo. No
tu\?e tiempo ni fuerzas para arrancarme. Sentí una ca-
rrera precipitada y sorda, y Díaz Vélez, lívido, los ojos
de fuera y completamente desnudo surgió en el zaguán,
llevóme por delante, hizo una mueca en la puerta y vol-
vió corriendo al patio.
—¡Salga de ahí, lo va a matar!— me gritaron.— Hoy
tiró un sillón. . .
Todos habían vuelto, hundiendo la mirada en las
tinieblas.
—¡Oiga otra Vez!
Ahora era un lamento de agonía el que llegaba de allá:
— ¡ Agua !■ . . ¡agua!. ..
- Ha pedido agua dos veces. . .
Los dos agentes que acababan de llegar habían opta-
do por apostarse a ambos lados del zaguán, hacia el
fondo, para estrujar al loco cuando se precipitara en él.
La espera fué esta vez más ansiosa aún. Pero pronto
repitióse el alarido y tras él, el desbande.
— ¡Ahí viene!
Díaz surgió, arrojó violentamente a la calle un jarro
vacío, y un instante después estaba sujeto. Defendióse te-
rriblemente, pero cuando se halló imposibilitado del todo
dejó de luchar, mirando a unos y otros con atónita y
jadeante sorpresa, mientras murmuraba:— Cruz diablo...
Cruz diablo para todos... No me reconoció ni demoré
más tiempo allí.
B8BGUIOOS 29
A la mañana siguiente fui a almorzar con Lugones y
contéle toda la historia — serios esta vez.
—Lástima ; era muy inteligente.
— Demasiado — apoyé, recordando.
Esto pasaba en Junio de mil novecientos tres.
—Hagamos una cosa — me dijo aquél.— ¿Por qué no se
viene a Misiones? Tendremos algo que hacer por allá.
Fuimos, y regresamos a los cuatro meses; él con toda
la barba, y yo con el estómago perdido.
Díaz estaba en un Sanatorio. Desde^entonces — la crisis
a que asistí duró dos días— no había tenido nada. Cuan-
do fui a visitarlo me recibió efusivamente.
—Creía no verlo más. ¿Estuvo afuera?
—Sí, un tiempo. . . ¿Vamos bien?
—Perfectamente; espero sanar del todo antes de fin
de año.
No pude menos de mirarlo.
— Sí — se sonrió.— Aunque no siento absolutamente
nada, me parece prudente esperar unos cuantos meses.
Y en el fondo, desde aquella noche no he tenido ningu-
na otra cosa.
— ¿ Sa acuerda?. . .
— No, pero me contaron. Debería de quedar muy
gracioso desnudo.
Nos entretuvimos un rato más.
— Vea— me dijo seriamente al despedirnos—. Voy a
pedirle un favor: Venga a verme a menudo. No sabe
el fastidio que me dan estos señores con sus inocentes
cuestionarios y trampas... Lo que consiguen es agriar-
me, suscitándome ideas de las cuales no quiero acordar-
me. Estoy seguro de que en una compañía un poco
más inteligente me curaré del todo.
30 Horacio Qoikoga
Se lo prometí honradamente. Durante dos meses
volví con frecuencia, sin que acusara jamás la menor
falla, y aún tocando a veces nuestras viejas cosas.
Un día hallé con él a un médico interno. Díaz me
hizo uua ligera guiñada y me presentó gravemente a su
tutor. Charlamos bien como tres amigos juiciosos. No
obstante, notaba en Díaz Vélez — con algún placer, lo
confieso — cierta endiablada ironía en todo lo que decía
a su médico. Encaminó hábilmente la conversasión a los
pensionistas y pronto puso en tablas su propio caso.
—Pero Vd. es distinto — objetó el galeno. — Vd. está
curado.
—No tanto, puesto que consideran que aún debo es-
tar aquí.
—Simple precaución... Vd. mismo comprende.
—¿De que vuelva aquello. . .? Pero ¿Vd. no cree que
será imposible, absolutamente imposible conocer nunca
cuando estaré cuerdo —sin precaución, como Vd. dice?
¡No puedo, yo creo, ser más cuerdo que ahora!
— ¡Por ese lado, no! — se rió alegremente.
Díaz tornó a hacerme otra perceptible guiñada.
—No me parece -continuó— que se pueda tener mayor
cordura consciente que ésta— permítame: Ustedes saben,
como yo, que he sido perseguido, que una noche tuve una
crisis, que estoy aquí hace seis meses, y que todo tiem-
po es corto para una garantía absoluta de que las cosas
no retornarán. Perfectamente. Esta precaución sería
sensata si yo no viera claro todo esto y no argumentara
buenamente... Sé que Vd. recuerda en este momento
las locuras lucidas, y me compara a aquél loco de La
Plata que normalmente se burlaba de una escoba a la
cual creía su mujer en los malos momentos, pero que
riéndose y todo de sí mismo, no apartaba de ella la
vista, para que nadie la tocara... Sé también que esta
Los PSRSEGUTDOS 31
perspicacia excesiva para seguir el juicio del médico
mientras se cuenta el caso hermano del nuestro es cosa
muy de loco. . . Y la misma agudeza del análisis no hace
sino confirmarlo. . Pero — aun en este caso — ¿ de qué
manera, de qué otro modo podría defenderse un cuerdo?
—¡No hay otro, absolutamente otro!— se echó a reír el
interrogado. Díaz me miró de reojo y se encogió de
hombros sonriendo.
Tenía el deseo de saber que pensaba el médico de
esa extralucidez. En otra época yo la había apreciado
a costa del desorden de todos mis nervios. Échele una
ojeada, pero el hombre no parecía haber sentido su in~
fluencia. Un momento después salíamos.
— ¿Le parece?. . .—pregunté al siquiatra.
— Hum!. . . creo que sí. . . — me respondió mirando al
patio de costado. Volvió bruscamente la cabeza.
—¡Vea, vea!— me dijo apretándome el brazo.
Díaz Vélez, pálido, los ojos dilatados de terror y de
odio, se acercaba cautelosamente a la puerta, como se-
guramente lo había hecho siempre— mirándome.
— ¡Ah! bandido — me gritó levantando la mano — ¡Hace
ya dos meses que te veo venir!...
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